Retrato de Federico Falco

13 febrero 2015

El narrador cordobés, actualmente radicado en Buenos Aires, es uno de los autores más destacados de su generación. Acaba de reeditarse 222 patitos, un libro de cuentos clave en su producción. Dice que la escritura debe ser un lugar de placer.

 

Llicenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Blas Pascal.

 

No sé si todo el mundo se parece al lugar en el que vive, pero Federico Falco se parece mucho a Colegiales: un barrio señorial sin ostentación. El PH que alquila luce como el decorado de una serie de televisión buena, de esas que nos hacen creer que en sus escenarios habita gente real a pesar de que cada elemento (los vasos, los ceniceros, las macetas) es mejor que el equivalente que tenemos en casa. Los cuadros combinan, el café huele como nunca huele cuando sale de nuestras cafeteras, las plantas del balcón parecen sacadas hace segundos de un vivero. Pero a pesar de la moderada exquisitez que lo rodea, a pesar de que probablemente sea el escritor de su generación que mejores textos ha dado a la imprenta, Falco no deja que su estatus incomode a nadie. Todo en él es gentil, contenido y sinceramente modesto, hasta la remera ligeramente raída en el cuello con la que abre la puerta y que no se cambia ni siquiera para caminar hasta el límite de su barrio con el sobrepreciado Palermo.

 

La excusa para hablar con él es 222 patitos, un libro de culto que significó el comienzo de una carrera muy parecida a la que imaginamos cuando pensamos en un escritor profesional. Falco estudió Agronomía dos años en Río Cuarto y se mudó a Córdoba para ingresar en Comunicación con la idea de ser escritor, lo que describe como “un salto sin red” que fue visto con un recelo “lógico” por su familia; fundó en Córdoba la revista Fe de Rata junto a sus camaradas iniciales de letras, hizo un año de taller con Lilia Lardone y escribió 00 y 222 patitos, libros que le abrieron las puertas de la célebre antología La Joven Guardia. Después, su talento y la habilidad para gestionar su carrera lo llevaron a hacer talleres de perfeccionamiento en Nueva York, Madrid, Iowa y, finalmente, en 2010, la revista Granta lo seleccionó en la lista de los 22 mejores escritores menores de 35 años en lengua española. En el medio publicó con Emecé La hora de los monos, uno de los mejores libros de la década pasada. Ahora vive en Buenos Aires, y su principal actividad profesional es dictar talleres de escritura en los que vuelca su sabiduría como cuentista y un don didáctico natural, que se manifiesta incluso en la forma en que contesta.

 

“Yo siempre pregunto para qué vienen al taller –apunta Falco, quien sabe de primera mano lo que significa la ambición literaria y el placer de escribir–. Hay gente que viene porque quiere pasar la tarde libre. Otros quieren ganar el premio Clarín de novela, y hay quien quiere ser un hito en la literatura argentina. Lo cual me parece muy bien, esos son los casos más fáciles. No es fácil escribir una novela capaz de ganar el premio Clarín, pero por otro lado también tenés la mitad del camino hecho. Y de acuerdo a lo que busca cada uno en el taller uno responde a ese pedido. Uno y el grupo: las devoluciones no son las mismas para alguien que viene porque está aburrido que para alguien que viene porque quiere revolucionar la literatura argentina”.

 

El cuentista miope

 

Sobre la mesa se acumulan, siempre en orden, libros que funcionan como insumos para sus próximas clases. También está la flamante reedición de 222 patitos y otros cuentos que acaba de publicar Eterna Cadencia. La idea de reeditarlo fue de Salvador Biedma, que dirigió la revista de cuentos Mil Mamuts y que como exeditor de Galerna había generado un proyecto para recuperar joyas perdidas. Al principio Falco no estaba convencido, pero la revisión del material lo llevó a reconsiderar una serie de cuentos editados en revistas que guardaban similitudes con los de 222 patitos. Además, había versiones de otros sin terminar. “Me puse a trabajar en eso, a ver si se podía armar, y cuando terminamos a Salvador lo echaron de Galerna, pero ya tenía un libro en la mano”.

 

Suelo tener mucho tiempo las historias en la cabeza. Dando vueltas, cambiando, en proceso de leudar. Y tener mucho tiempo una novela en la cabeza no se puede, quizás requiere otro tipo de destrezas.

 

La descripción del proceso de reedición ilustra también el proceso de escritura de Falco. La paciencia con la que construye cada respuesta parece asistirlo a la hora de componer sus historias: una anécdota escuchada al paso, un fragmento de vivencia personal o una línea leída pueden dar el punto de partida a un camino larguísimo. Sus cuentos, que exploran un espectro vasto dentro de ese indefinido territorio que llamamos “realismo” (y que a veces entran sutil pero directamente en zonas siniestras), atraviesan largos recorridos hasta ver la luz de la lectura en público. “En general una huevada que se me ocurre o que veo puede quedar años dando vuelta en mi cabeza, retorciéndose, cambiando, viviendo. Identifico que ahí hay una historia, pero después decidir cómo se va a contar lleva mucho tiempo, desde un lugar que a mí me gusta, que disfruto”.

 

Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Blas Pascal

 

Falco es fundamentalmente un cuentista. Sobre la mesa, los libros que funcionan como insumos para sus clases son de cuentos, una predilección que se explica como resultado de su propio proceso creativo: “Suelo tener mucho tiempo las historias en la cabeza. Dando vueltas, cambiando, en proceso de leudar. Y tener mucho tiempo una novela en la cabeza no se puede, quizás requiere otro tipo de destrezas”. Pero la novela no es una cuenta pendiente. Falco ha abandonado la escritura de una y ha trabajado exhaustivamente para reducir las más de doscientas páginas de la versión original de Cielos de Córdoba en la nouvelle publicada por Nudista, en un proceso que describe como pantanoso: “No sé, te pasás 14 páginas describiendo una tormenta y después ponés ‘se largó a llover’. No digo que hay que hacerlo así. Es como funciona para mí, lo disfruto así”.

 

Los micromundos que componen su literatura son resultado de ese proceso imaginativo, capaz de transformar el Alzheimer de su abuela en una ominosa relación entre una loca y un marido tenaz (“El pedigrí de los canarios”), un viaje al Chaco y la amistad con una militante del Mocase en un huida que culmina en un enfrentamiento a tiros (“Asiático”), el roce con la cultura cordobesa en la bizarra historia de la adaptación de un cuento a manos de una coreógrafa que mata un cerdo en el Aeropuerto (“Ballet”).

 

La formación de una imaginación semejante es siempre un misterio. Falco habla de su infancia y hace recordar la frase del crítico ruso Iuri Tinianov: la literatura pasa más de tíos a sobrinos que de padres a hijos. Como su madre, la tía de Falco era profesora de Lengua y Literatura y en la década de 1980 tenía en General Cabrera una biblioteca surtida de clásicos infanto-juveniles que él leyó con avidez, a pesar de sus ojos defectuosos. Quizá es ese defecto el origen de su imaginación. Es que Falco no ve nada con su ojo izquierdo, sólo manchas, y al relatar las conversaciones con su oftalmóloga lo que hace es reconstruir una serie de investigaciones metafísicas. “Durante mucho tiempo no estuve convencido de que las personas viéramos lo mismo, y me preguntaba si alguien que tuviera un defecto óptico que le hiciera ver el rojo como azul y el azul como rojo podría reconocer su diferencia perceptiva. Era un tema que me llevó a volverme loco hasta que la oftalmóloga me aseguró que había miles de pruebas para hacer de la realidad visible algo más objetivo”, dice entre risas.

 

El escritor nómade y la libra de carne

 

Durante algunos años, su formación como escritor lo llevó por distintas ciudades: los viajes significaron el descubrimiento de que en el movimiento, en el conocimiento de una ciudad nueva, había un estado de alerta que era productivo y, además, una forma de placer. Ese gusto por el nomadismo le hizo sentir su regreso a Córdoba como una forma de quietud, y Buenos Aires había sido una cuenta pendiente desde que, al dejar Agronomía, desechara la chance de mudarse a ese “monstruo imposible”. Ahora, en cambio, Falco parece fundido de una forma natural con la metrópolis, al punto de que vive en ella retraído, casi sin aprovecharla, en el mismo rechazo de la vida literaria (a pesar de que lee a sus contemporáneos con atención y los recomienda generosamente) que lo caracterizaba en Córdoba. Esa reticencia aparece también en la manera en que reaccionó a la hora de acomodar el golpe de fama, con la aparición de su nombre en la lista de Granta.

 

Es imposible para Falco no reconocer que su inclusión allí abrió puertas, que La hora de los monos llegó a lectores a los que no hubiera llegado, pero también la situación lo enfrentó a una demanda de obra con la que su propio ritmo de creación parecía reñir. La tranquilidad, la diversión que implicaba la tarea se vio amenazada por la aparición de una figura inhabitual en la Argentina, la de escritor profesional. “Algunos del grupo de Granta pudieron entrar a esa zona de vivir de escribir, de traducciones y de qué se yo. Para mí estuvo buenísimo, pero no sé si fue en el momento ideal. De pronto me pregunté qué hago ahora, para dónde arranco, me inmovilizó un poco. Estuvo bueno también porque me obligó a plantearme qué tengo ganas de hacer. Sé, por ejemplo, que no puedo ser alguien que se levante todos los días y se siente a escribir. Que se comprometa para entregar una novela a fin de año. En mi caso la escritura sí o sí tiene que tener un lugar más de placer, necesita su propia forma de ir creciendo. Yo venía con ese proceso de trabajo que había encontrado, de escribir una primera versión, queda ahí, la dejo un año, dos años, la retomo, en algún momento la cosa va creciendo sola y se hace un cuento. Y de pronto me encontré con ‘necesitamos un cuento para pasado mañana’. Implicó, también, aprender a decir que no”.

 

Perfil. Federico Falco nació en General Cabrera en 1977. Es escritor y licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Blas Pascal. Recibió becas de la Universidad de Nueva York y del Fondo Nacional de las Artes. Participó en numerosas antologías de cuentos y relatos. En 2010 fue seleccionado por la revista Granta para integrar su número dedicado a los mejores narradores jóvenes en español. Publicó los libros de cuentos 00, 222 patitos, El pelo de la virgen y La hora de los monos; la nouvelle Cielos de Córdoba, y los poemas de Made in china y Aeropuertos, aviones.

 

La Voz del Interior. Entrevista a Federico Falco, Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UBP.

 

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